Había una vez una pequeñísima casa a la orilla del mar.
Hacía décadas, había sido un palacete importante. Pero hubo un gran incendio y solo se salvó una estancia que había formado parte del mirador del enorme salón.
La nueva propietaria, una joven llamada Lena, no supo muy bien qué hacer con una ruina semejante. No obstante, le pareció un lugar maravilloso y resolvió quedarse a vivir en él. La casita suspiró de puro alivio, no desaparecería, al menos, de momento. Todo lo contrario, se convirtió en el hogar más bonito que se pueda imaginar, con una fachada de madera pintada de blanco y grandes ventanales por donde se colaba la luz que inundaba una habitación llena de paz.
Sin embargo, la casita estaba triste. Siempre había soñado con el mar, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Y el océano, que la conocía bien, muy poco a poco, empezó a acercarse ella.
Lena sintió lo que ocurría y tuvo una idea: colgaría macetas repletas de plantas con flores de las ventanas. Así, el peso evitaría que la construcción pudiera desplazarse por la costa. Fue inútil. Cada noche, el agua ganaba unos centímetros más a la arena y movía un poco los cimientos. Finalmente, la muchacha se dio cuenta de lo que pasaba en realidad: la casita claramente quería convertirse en barco.
Después de pensarlo una semana o dos, no le pareció una mala idea y buscó la tela necesaria para fabricar una vela. También ayuda para ensamblar una quilla sólida en el armazón, que pudiera resistir las tormentas. ¡Y todo el mundo quiso participar en el proyecto!
Cuando llegó el día, la playa se llenó de gente para despedir a Lena y su embarcación. Y a todos les pareció ver cómo las paredes de aquel navío singular respiraban felices de comenzar su aventura.
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