Lucía seguía totalmente inmóvil sin saber muy bien a qué atenerse.
Aquel desconocido le inspiraba un sentimiento de confianza y ternura a la vez, pero continuaba inquieta, consciente de que era él quien dominaba la situación. No dejaba de mirarla a los ojos, cosa que le imponía sobremanera. Los de él eran de un azul profundo, enmarcados por toda suerte de arrugas y, aun así, inesperadamente juveniles.
Como única respuesta, carraspeó un poco y, sin poderlo evitar, se miró las puntas de los pies, intimidada por el escrutinio al que estaba siendo sometida.
El anciano pareció darse cuenta de pronto de la incomodidad que estaba produciendo, sin quererlo, a la chica.
–Yo soy Andrés – dijo un poco de repente, saliendo de su ensimismamiento. – Encantado de conocerte.
Y extendió su mano de manera tan cordial que Lucía respondió al saludo sin pensarlo dos veces.
–Igualmente.
–Lucía, creo que lo más adecuado será que vayamos a algún sitio donde podamos conversar. Supongo que tienes muchas preguntas. Yo también estoy deseando conocerte mejor – y, en sus palabras, ella vio sinceridad.
La mujer, que había estado bien atenta a la conversación, emitió un sonido de frustración por no poder enterarse de más. Estaba segura de que ahí había una historia muy jugosa.
Ambos salieron del portal y llegaron paseando hasta una cafetería cercana. En cuanto entraron por la puerta, una camarera, solícita, salió a recibirles y les acompañó a una mesa junto al gran ventanal que ocupaba casi toda la pared del local. Estaba claro que Andrés era cliente habitual y, además, bastante apreciado.
Lucía observó a través del cristal la amplia avenida y el frondoso parque que se extendía más allá. Seguían impresionándole las dimensiones de esa gran ciudad que era Madrid, ya que era su primera visita. También la elegancia y exquisitez con que el hombre era atendido y correspondía a su vez. Pidió un café con leche, más por no desentonar que porque realmente le apeteciera, seguía teniendo el estómago atenazado por la incertidumbre.
Apenas tardaron un minuto en servirles sendos cafés en unas tazas de porcelana de frágil aspecto que, por un momento, temió romper, tan nerviosa estaba.
–Lo primero que quiero que sepas es que conocí a tu madre y que la quise como una hija.
Replica a arabela72 Cancelar la respuesta