Urbe

No.

Ya no podía reconocerla tras su disfraz.

No era ella. ¿O sí? Sí, sí lo era.

Pero tan distinta…

Había ido cambiando muy lentamente, pero sin parar un momento.

Ya no era la misma de antes, como él la recordaba.

Y no le gustaba.

Él la prefería sencilla, desnuda o tapada levemente con una suave gasa casi transparente.

Pero ya no volvería a esa antigua pureza.

Los ojos tristes, él la mira. Y no quiere mirarla. Baja los párpados, y entonces sí, sonríe.

La está viendo.

Y fija el pensamiento aquí y allá. Pero ya no es lo mismo.

Cuando vuelve a ver, se le nubla la vista y siente correr un algo cálido por su mejilla surcada de arrugas.

“¿Qué ha sido de ella?”, se pregunta. “Está aquí, y no puedo verla”; y se confunde.

Dicen que está loco, que se pasea arriba y abajo por toda la ciudad, y que habla solo, y… que llora en silencio.

Arrastra los pies y los años por las calles, mientras las tardes le llevan a los mismos lugares.

A veces, desde un puente elevado algunos metros, menea un poco la cabeza y dice: “Lo están estropeando todo”. Algún paseante le observa. Entonces él sonríe y empieza: “Mire usted; ¿ve qué hermosa se ha levantado hoy? Pero no, eso no es nada; hace cuarenta o cincuenta años…” En ese momento ya está solo, pero sigue con su historia.

Si se encuentra un grupo de turistas despistados, su alegría no tiene límite, pues es entonces cuando puede explicar a gusto la vida de “SU ciudad”.

Le gusta ver amanecer.

El cielo se va iluminando muy poco a poco. En ocasiones, se enrojece violentamente y el día estalla como el capullo abierto repentinamente.

Espera hasta que la ciudad, “SU ciudad” despierta del todo, perezosa.

Algunos días, con el corazón alborozado, recorre la parte más antigua y va descendiendo en la historia de la ciudad, mientras descubre en cada rincón un nuevo matiz. Y ella le subyuga y le obliga a adorarla, a idolatrarla. Y él se somete con gusto deleitándose en sus mil formas.

Sin embargo, de repente, surge un elemento discordante. Con éste, el ruido, los coches, esos adornos tan sin sentido, esos postizos y ese maquillaje nuevos y estúpidos. Cada vez mayor y más increíblemente absurda, la ciudad, “SU ciudad”, se convierte paulatinamente en un monstruo que le asusta. Porque la bella se transforma en bestia y no se da cuenta.

Él es impotente ante todo. ¡Qué más quisiera que poder parar toda esa barbarie increíble!

Pero es imposible.

Tiene guardado con infinito cariño un viejo, viejísimo (como él mismo) album de fotos.

Cuando llueve, lo abre muy despacio y cuidadosamente para que no se estropee lo más mínimo, y se pasa horas mirándolo; recordando.

De vez en vez, alza los ojos y mira una mancha de humedad que en la humilde pared toma formas insospechadas y solo visibles para él.

Y entonces se levanta, colocando con suavidad el libro sobre la mesa, y se acerca al desconchón. Lo acaricia casi con miedo, como si fuera a desaparecer.

Vuelve al sillón con sus recuerdos de otro tiempo.

Pero la lluvia pasa pronto y “SU ciudad” queda lavada, limpia y radiante al salir el sol.

Él tiene la sospecha de que solo se muestra así por él y para él; y de que le agrada que la admire.

Vuelta a los paseos.

Le gusta que ese viento tan familiar le revuelva los cabellos escasos y casi blancos haciéndolos huir de su frente.

Sonríe. La ciudad está más cerca.

Esta tarde no ha llovido.

Hace un día espléndido y luce un sol muy fuerte para estar todavía en febrero. La gente pasea anticipándose a la llegada de la primavera. No quieren esperar.

Sus pasos son más ligeros hoy. Se siente muy bien, y está alegre.

Hoy más que nunca, no le importan los comentarios de la gente, las sonrisas irónicas, los consejos vacíos, las personas huecas.

No necesita ni desea la compañía de nadie. La tiene a ella.

Llega a un lugar desconocido para él hasta ahora. Es una pequeña loma con banco de madera.

Está sólo, completamente sólo. Pero no; está con ella.

De repente, una luz muy brillante le ciega un segundo. Después, solo un instante más tarde… casi no la reconoce. No es ella. ¿O sí? Sí, sí lo es.

Pero tan distinta…

Ahora sí es realmente “SU Ciudad”; antigua, querida, familiar; tal y como el la recuerda y la siente.

Se ha levantado un viento muy fuerte, pero él no se da cuenta.

El pecho se le hincha y amenaza con estallar, porque todo aquello es muy grande para él, y su alma muy sencilla.

Y de pronto se ve pequeño, tan diminuto que casi no se le puede distinguir y se confunde con la ciudad; y ya es parte de ella, que le recibe con alegría en su seno. Le parece estar en el vientre de su propia madre y ya no tiene miedo.

Cae al banco y cierra los ojos.

Duerme.

Y Madrid sueña con él.

Cuando tenía unos quince años, mi instituto organizó un concurso de relatos. Y escribí el primero: “Urbe”.

Quedé segunda. Mi yo adolescente, no podía entender cómo una historia en la que había puesto todo el corazón no había resultado ganadora. Para mayor indignación, el primer premio se lo llevó una compañera de ciencias. El mundo al revés.

Recogí el diploma, las 2.000 pesetas y mi orgullo herido, sin darme cuenta entonces de que acababa de descubrir un mundo de posibilidades infinitas.

Tenía esta deuda pendiente con aquella niña.

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