Fernando Galindo era un hombre sin suerte. Al menos, así lo pensaba él. Y motivos no le faltaban.
Cuando nació, en su pequeño pueblo, las cosechas fueron un desastre. Ni una gota de agua cayó y el campo se agostó. No se recordaba un año peor. Menos mal que la anterior había sido extraordinaria y no pasaron hambre. Curiosamente, fue el único bebé en venir al mundo en esa época, así que, las comadres, en los corrillos, empezaron a comentar si el niño no habría tenido algo que ver.
Creció y, el día que empezó la escuela, a la profesora se le cayó el borrador de tiza en el ojo y las clases se retrasaron un mes. En otra ocasión, hubo un brote de sarampión, del que Galindo fue el único que se libró. Y en la fiesta de fin de curso, un chaparrón arruinó el evento. La cosa no mejoraba. Verdaderamente, hasta sus padres le miraban con recelo.
Al cumplir los veinte, Galindo se marchó a la ciudad para presentarse a las oposiciones de Correos, que había preparado a conciencia. En la fecha del examen, el despertador no sonó y llegó tarde, perdiendo la oportunidad. Finalmente, se colocó de cajero en un banco, que fue atracado el mismo día en que ocupó su puesto.
Con el tiempo, aquel hombrecillo discreto y tímido, también algo nervioso, se había ganado fama de gafe. No había fiesta ni reunión en la que estuviera invitado y no ocurriera alguna calamidad. Sin embargo, sus amigos se lo tomaban con humor gracias a su gran corazón y su buena disposición a enmendar con premura cualquier desastre que ocurriera a su alrededor.
Una tarde nublada, Galindo paseaba por el parque cuando una gran rama le cayó justo delante. Pasado el susto, vio, al otro lado, a una chica menuda y bonita que le miraba con ojos atemorizados, detrás de los gruesos cristales de sus gafas de gruesa montura. Sintió que algo cambiaba dentro de él.
Precisamente en ese momento salió el sol y Galindo supo que había encontrado su fortuna en aquella mano suave y temblorosa que ya no querría soltar.
Y, para asombro de todos, eso fue lo que pasó.
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