El viejo fotógrafo pulsó por fin el disparador. La sexta foto. Media docena de instantáneas por sesión era siempre el trato. En su opinión, nadie necesitaba más.
Su fama era bien conocida y personalidades del cine y de la política componían una larga lista de espera para ser captados por su cámara. Era él quien elegia el cliente y el momento para recibirle en su amplio estudio de Queens. En esta ocasión, había sido una veterana actriz quien había llamado su atención. Acababa de ganar un Óscar que sujetaba con fuerza en su mano.
Como de costumbre, el aprendiz le había indicado dónde sentarse, una butaca común para todo el mundo; igual que el fondo, una tela de un gris oscuro deslavado que llevaba años colgada de la pared.
Cuando todo estuvo listo, el artista entró por la puerta del fondo y se acomodó en un taburete de patas desconchadas, detrás de su cámara de siempre. Como en un ritual, miraba fijamente y en silencio a su cliente hasta que decidía hacer la foto. Seis. En blanco y negro.
El joven observaba maravillado todo el proceso: el cliente comenzaba poniendo su mejor sonrisa, pero el tiempo de espera le hacía, poco a poco, ir perdiendo la postura, quizá intimidado por los ojos de un azul transparente que le observaban casi sin un parpadeo. Algunos terminaban sumidos en sus pensamientos, olvidando qué estaban haciendo allí.
Unos vente minutos después, por la mejilla de la mujer rodó una lágrima mientras desviaba la mirada hacia el trofeo. Sonó el primer click. Ella dio un salto, los ojos muy abiertos por la sorpresa. Segundo click. Los siguientes tardaron mucho más en llegar. El último, rozando el anochecer.
Cuando la mujer se marchó y se quedaron solos, mientras se ponía su gabardina y su sombrero, se dirigió al muchacho:
-Recuerda, solo el interior de las personas merece ser retratado.
Y el chico se acercó al objetivo de la cámara intentando imaginar cómo un fotógrafo ciego podía ser capaz de hacer tal cosa.
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