Cuando Elisabeth Thomas descubrió que esperaba un hijo, no supo muy bien cómo tomárselo.
Cierto es que llevaba muchos días sospechándolo, pero no tuvo la certeza hasta aquella mañana, cuando vio su barriga prominente en el espejo. Estuvo un buen rato examinando su figura desde distintos ángulos hasta que se convenció de que sí, efectivamente estaba embarazada.
Sin embargo, lejos de alarmarse, le pareció divertido imaginar la cara que pondrían sus padres, miembros importantes de la aristocracia en el Londres de principios de siglo. Con total seguridad, su madre sufriría un oportuno desmayo que duraría lo suficiente para que su padre, que la estaría mirando atónito a través de sus lentes, pudiera recuperar el control y articular la previsible primera frase: “¿Quién es él?”
Elisabeth no era ninguna niña ni había sido engañada por un galán de turno. Desde bien joven había tomado sus propias decisiones sin que nadie pudiera impedirlo. Por eso, cuando conoció a Benjamin y se enamoraron, no se lo contó a nadie. Prefirió disfrutar de sus encuentros furtivos hasta que él, hacía un par de meses ya, se alistó en el ejército para luchar en la Gran Guerra. A ella le pareció perfecto, nada admiraba más en su pareja que la fidelidad a sus principios.
De nuevo, sonrió. Previsiblemente, el novio no llegaría a tiempo para una boda rápida que pudiera ocultar el drama familiar.
Decidida, terminó de vestirse y bajó al salón, donde el servicio había preparado ya el desayuno encima del aparador, en bonitas bandejas de plata. Cogió una servilleta de tela en la que colocó un par de tostadas. Aún de pie, se dio la vuelta y, observándoles fijamente, le dio un sonoro mordisco a la primera. Su madre puso gesto de disgusto, recriminándole sus modales. Elisabeth se encogió de hombros despreocupada.
Cuando terminó de masticar, y sin darle mucha importancia, se dirigió a ellos:
-Por cierto, quiero que sepáis que, para Navidad, vais a ser abuelos de una niña a la que llamaré María.
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