Blanco y azul

Cada día, justo antes del amanecer, y con cuidado de no hacer ni el más mínimo ruido, Cora saltaba de la cama. Sin perder un minuto, desayunaba rápido mientras acababa de vestirse. Sigilosa, abría la puerta y salía al rellano del primer piso, donde vivía con su hermana.

Le encantaba esa primera hora de la mañana, en la que el sol de Santorini calentaba todavía sin quemar; los párpados cerrados, dejaba que acariciara su rostro durante un momento. Después, bajaba las escaleras de un blanco inmaculado, igual que la fachada, en contraste con el azul intenso de puertas y ventanas, y de la barandilla que descendía hasta la calle.

Justo debajo, se situaba la pequeña, aunque con muy buena reputación, casa de modas en la que trabajaba. Como encargada de la apertura y cierre de la tienda, tenía llave y vía libre para entrar a su antojo. La dueña, una mujer un tanto déspota con ella, pero bastante servicial con las señoras adineradas a las que vestía, no sabía del maniquí que Cora tenía escondido y sobre el que, poco a poco y fuera de horario, diseñaba su vestido de boda con los retales de las ricas telas que iban sobrando de otros modelos.

Hoy, Cora tenía planeado probarse el vestido por primera vez. Estaba casi terminado y ella tan nerviosa que apenas había podido dormir.

Con infinito mimo, desabrochó los diminutos botones y lo descolgó del soporte. Conteniendo la respiración, metió los brazos por las mangas y se lo ajustó al torso. La seda se acomodó como un guante sobre sus hombros y, aunque no pudo cerrarlo por la espalda, quiso ver el efecto. Se le escapó una lágrima al ver su reflejo, era mucho más de lo que había esperado, era magnífico.

Y, para completar el conjunto, Cora recogió su cabello gris en un moño alto y sus manos arrugadas lo sostuvieron mientras el espejo le devolvía, a sus ojos celestes cargados de años, la imagen de la novia más bonita del mundo.

Fotografía: Juan Ara (Santorini)

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