Para María, era un incordio tener que acompañar a sus padres a las veladas que, una vez al mes, organizaba su abuela.
Si, al menos, asistieran más niños…. Pero no, solo estaba ella y tenía que esperar pacientemente sentada en un sillón hasta que los mayores decidían dar por terminada la visita. Bueno, si lo pensaba bien, la limonada dulce y los pastelitos que le llevaban las doncellas, hacían que el tiempo pasara más rápido. Y siempre le esperaba un regalito, como aquel collar de cuentas brillantes que era su gran tesoro. En fin, después de todo, decidió, tampoco estaba tan mal.
A la hora prevista, y con sus mejores galas, llegaron al caserón. Y diez minutos después, María, en la salita de costumbre, se probaba una diadema de pedrería que había sacado de una cajita maravillosamente envuelta. A sabiendas de que su madre le regañaría después, se soltó el pelo para ver el efecto. “¡Me queda estupendamente!” dijo en voz alta, satisfecha con la imagen que le devolvía el espejo.
-La verdad es que sí -un elegante caballero entrado en años que no había escuchado llegar, le contestó desde el sofá del fondo. La miraba divertido y María se ruborizó por haber sido descubierta presumiendo de aquella manera.
-Tranquila, no se lo contaré a nadie -le dijo guiñándole un ojo.
-¿Por qué no estás con los demás?
-Hoy he venido pronto, cosa rara en mí, y estoy esperando mi turno.
Mientras charlaban el resto de la tarde, María no dejaba de mirar a su nuevo amigo. Encontraba en él algo diferente. Era peculiar su forma de moverse y hasta de hablar. Pero estaba encantada con una compañía adulta tan amena que la trataba como a una igual.
-Arthur, ¿estás ahí? -se escuchó desde la habitación de al lado.
-María, si quieres ver algo verdaderamente gracioso, quédate a mirar un rato.
Y la niña observe, con los ojos muy abiertos, cómo, a la vez que abría la puerta, el hombre se esfumaba en el aire y, enseguida, escuchó el gritito histérico de su abuela que amenazaba con desmayarse una vez más.
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