Un café a media tarde

Sentada en la mesita habitual de la cafetería, espero, como casi cada tarde, que aparezca por la puerta.

Me acomodo en mi sillón con una taza que nunca llego a terminar porque no es más que la excusa para ocupar ese sitio durante un rato.

Pegada a la cristalera, veo personas caminar y les invento historias. Alguna ya me resulta conocida; quizá yo también a ellas. ¿Será posible, que alguien pase por allí solo para ver la mirada lejana de una desconocida al otro lado del vidrio?

No siempre sucede. En realidad, la mayoría de las veces no acude a la cita que, sin él saberlo, tiene conmigo. Pero no importa, habrá más tardes, y yo atesoro como un regalo ese tiempo que solo me pertenece a mí.

No sé por qué, pero hoy estoy segura de que sí vendrá.

Efectivamente, no tarda mucho en abrirse la puerta. Entra con su porte a la vez elegante y un poco bohemio. Saluda con entusiasmo al chico de la barra que le da la bienvenida alegremente. Yo sonrío como ellos, con los ojos muy abiertos, feliz de disfrutar de su compañía, aunque de lejos.

El camarero señala con el dedo una dirección que no es la mía. No me hace falta mirar para saber que allí está ella, una mujer que no soy yo. Alguien que también le espera y que le recibe con un amor que no es el mío. Y que será quien se acomode entre sus brazos.

Doy un último sorbo al café, recojo mis cosas y me marcho.

Mientras él siga acudiendo, yo estaré en la mesita de al lado, intentando reunir el valor suficiente para tocar su brazo y que, por fin, me mire a los ojos.

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