Cuando descubrió el callejón, tiempo después de vivir en el centro, Lucía sintió que había encontrado un refugio.
Le sorprendía que, en el corazón de una ciudad que se presentaba a menudo hostil, existiera un remanso de paz donde el mundo llegaba amortiguado y las horas parecían avanzar más despacio.
Siempre que podía, bajaba a la vieja tasca que abría a la vuelta de la esquina. Pequeña, oscura y, sin embargo, tan acogedora. No alcanzaba a imaginar una bienvenida más cálida ni un abrazo más amable, que el del veterano matrimonio que la regentaba.
Acercándose la primavera, sacaban pequeñas mesas redondas de madera y taburetes bajos de tres patas que hacían las veces de terraza improvisada. Demasiado estrecho el espacio para los coches, solo alguna moto tipo Vespa pasaba despacio sobre el suelo de adoquines. Una fachada con grandes desconchones y un par de grafitis sin pretensiones, completaban el escenario en el que dejaba pasar algunas tardes, en ocasiones, con un libro entre sus manos.
Un día, con el refresco que había pedido, la dueña le trajo una fotografía. Con dificultad, por los años acumulados en su cuerpo menudo, se colocó a su lado. Miró el retrato que le enseñaba y, con asombro, descubrió que una muchacha casi idéntica a ella sonreía a la cámara, justo desde el sitio donde estaba sentada en ese mismo momento.
Se giró hacia la anciana que le sonreía con ternura.
-Tu madre.
-No la recuerdo – confesó bajando la cabeza.
Lucía noto cómo se le empañaban los ojos, incapaz de apartarlos de esos que parecían observarla a su vez a través del tiempo. Estaba empezando a conocer a aquella chica, ahora que había conseguido perdonarla. Quería entender por qué la abandonó tan pronto.
Por qué no volvió nunca a por ella.
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