En los días más grises y lluviosos del año, si tienes suerte, podrás descubrir por las calles de Manhattan un paraguas rojo entre la multitud.
Una chica que se mezcla con la gente, escondiendo su rostro bajo la tela impermeable, mientras observa todo lo que ocurre alrededor. Su cabello largo y oscuro ondea al ritmo de sus pasos silenciosos. Es como una sombra delicada que se desliza suavemente. Pese al color vivo que la acompaña, no llama la atención más que de unos pocos.
Si te fijas en su silueta, quizá se detenga junto a ti. Sin decir una palabra, te alcanzará en lo más profundo de tu ser y, aunque no puedas más que intuir sus ojos, con toda seguridad, no serás capaz de olvidar la emoción que te envolverá por completo. Sentirás que te toca y te aviva el alma.
La chica del paraguas color rubí pasea con parsimonia entre la prisa de la ciudad de Nueva York.
Se ha parado un momento para disfrutar de la escena: una mujer se baja titubeante de un taxi y un hombre la abraza desesperadamente con la mirada. Sonríe, sabe cómo terminará esa historia entre los dos.
Una vez pude ver su cara. Muy despacio, apartó el paraguas y me invitó a bailar con ella una danza alegre y casi imperceptible desde fuera. Y yo me dejé llevar con gusto por su música, aunque sé que tampoco habría podido negarme. Un instante después, había desaparecido.
Sin remedio, quedé marcado para siempre.
Desde entonces, en las noches de lluvia, salgo a buscarla. En ocasiones, me parece entrever a lo lejos un retazo escarlata, que ya no está cuando alcanzo la esquina. Pienso que me esquiva solo para divertirse.
Quizá sea ella la que deba encontrarme de nuevo.
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