Una tarde de agosto, descubrió el sillón orejero abandonado en mitad de la pradera y le pareció que había encontrado un tesoro.
Aunque destartalado y dañado por el sol y por el viento, no dudó ni por un instante en acomodarse en lo que le pareció un mirador privilegiado para observar el cielo. Acurrucada, con las piernas subidas en el asiento, cubiertas por la falda y a salvo de alguna hormiga que pudiera morderle las pantorrillas, se dejaba abrazar por la áspera tela color crema salpicada de pequeños dibujos más oscuros.
Pasaba las horas escudriñando las nubes que le susurraban historias con sus mil formas cambiantes, que siempre conseguían sorprenderle. A veces, batallas entre fieros ejércitos que quedaban en tablas; en ocasiones, un gato que mudaba en perro y que terminaba siendo un león o una vaca. O toda una aventura que acababa justo con la puesta de sol y un sobresalto por las horas en que llegaría de vuelta a casa y la riña previsible antes de cenar.
En algún momento pensó en compartir el secreto, pero decidió que era tan suyo que, el mero hecho de mencionarlo en voz alta, seguramente lo haría desaparecer para siempre.
Más tarde, la vida le obligó a marcharse más lejos de lo que hubiera deseado. Sin embargo, mucho tiempo después, todavía cerraba los ojos para huir a su sillón, como un bálsamo para las heridas.
Muchos años pasaron y, otra tarde de verano, regresó sin esperanza alguna de hallar ni el más mínimo rastro. Pero encontró a otro niño que había construido un fuerte con la madera carcomida y los restos de tela, peleando valientemente en su guerra imaginaria.
Lucía sonrió. El refugio permanecía intacto.
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