El taxi avanza a duras penas a través del tráfico y la lluvia oscura de Nueva York.
Sumida en mis pensamientos, miro distraída desde el asiento trasero los neones y las sombras de la gente que corre a guarecerse del chaparrón repentino. Un poco aturdida por el constante sonido de los pitidos de los coches, tengo la sensación de haberme trasladado a una vida anterior. Ni siquiera estoy segura de estar aquí de verdad, en un automóvil que me lleva más rápido de lo que me gustaría a un pasado que, años después, no consigo recordar con nitidez.
Tal vez debería haberlo pensado mejor cuando encontré la cita en el buzón y decidí acudir. Pero algo me decía que debía cerrar un capítulo de mi vida que se quedó a medias o, acaso, seguir adelante y descubrir qué final me depara. Una historia que fue inevitable, tan intensa que arrasó con todo en lo que habíamos creído hasta entonces… Y que él abandonó repentinamente, quién sabe si por miedo o tal vez porque no era el momento. O puede que fueran sus fantasmas los que le hicieran huir.
Vuelvo al presente y reconozco las calles, queda poco. Respiro profundo intentando dominar los nervios porque acabo de verle a lo lejos. Tan atractivo como entonces, incluso a esa distancia, me resulta difícil dejar de mirarle.
Todavía estoy a tiempo, pero algo me impide pronunciar la orden de media vuelta, aunque resuena alta y clara en mi cabeza.
El taxi por fin se detiene. Desde la oscuridad del interior, agarro la manecilla tan fuerte que se me clava en la mano. A un solo gesto de hacerlo real.
La hora y el lugar pero, quizá, no el valor suficiente.
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