Un faro de tierra firme

Cuando Salvatore se instaló en el faro, desde el balcón podía ver cómo rompían las olas abajo, en la costa escarpada que lo rodeaba.

De hecho, le gustaba sentarse allí para ver la puesta de sol mientras intentaba aprender a fumar; estaba decidido a usar la pipa, cosa que le parecía acorde con el puesto, aunque nunca consiguió nada más que un ataque de tos. Por aquel entonces no era más que un jovenzuelo que había llegado para reemplazar a su viejo antecesor que, antes de jubilarse, le había dejado una única advertencia: “Tienes que ganarte el afecto del mar, y no es cosa fácil”.

Pasaron algunos meses y, con no poca extrañeza, Salvatore se dio cuenta de que el agua había decidido, lentamente, abandonar el islote. Al principio fue muy sutil… las rocas, simplemente, parecieron emerger para respirar el aire salino. Después la arena. Más tarde, solo quedaron charcos.

Una mañana, decidió ir en su busca.

Le costó días de caminata encontrar el primer rastro de espuma y, mucho más adelante, el agua. Cuando metió los pies en la orilla helada, observó que una especie de baile de remolinos comenzaba a formarse a su alrededor. Algo casi imperceptible al principio, pero, poco a poco, las olas iban abrazando a Salvatore cada vez con más brío.

Echó varios pasos hacia atrás y observó que le seguían. Emocionado, emprendió el regreso, guiando la corriente en el camino de vuelta.

Le llevó casi un año entero recuperar la marea para la torre, pero por fin había entendido las palabras del veterano farero al despedirse.

Había conseguido que el mar confiara en él.

Acuarela: Juan Ara

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