Cuando Andrés se despertó aquella mañana, no podía imaginar que el pasado saldría a su encuentro.
Desayunó temprano en el salón de techos altos y balcones luminosos, vestido impecable con su traje a medida y perfectamente peinado su cabello blanco. Después, como de costumbre, se preparó para dar su paseo diario.
Andrés vivía en la escalera noble, como la definían sus vecinos, pero encontraba su lugar en la otra, donde habitaba la gente que consideraba casi familia desde que, hacía ya muchos años, había enviudado. Personas con historias nada fáciles, a las que prestaba un techo, llenaban su mundo.
Valentina, la portera, le tenía al tanto de las novedades; también su amigo Peter, antiguo colega con el que compartía un café de vez en cuando, le hablaba de la vida en ese lado. Tenía especial debilidad por Sara y Alicia, y la familia ruidosa siempre le divertía. Se sentía afortunado por formar parte de ese círculo, aunque sin entrometerse en ningún caso.
A punto de agarrar el pomo de la puerta, sonó el teléfono. La voz alborotada de Valentina resonó en su cabeza a la vez que le hacía palpitar el corazón. Colgó despacio el auricular y respiró hondo. Salió al rellano y llamó al ascensor, que se detuvo con un quejido delator de las décadas que llevaba acompañando a los inquilinos.
Al llegar abajo, abrió la reja y pasó al vestíbulo del portal.
Ella estaba allí, esperando, tímida y nerviosa, sin saber muy bien qué hacer. “Sus mismos ojos”, pensó y sonrió complacido.
– Has venido – dijo – Nunca dudé de que lo harías, aunque te has hecho de rogar.
–Me llamo Lucía.
–Lo sé.

Deja un comentario