– ¿Alguna vez perderé esta maldita costumbre?
Cada vez que Peter entra en casa, farfulla la misma frase.
Estaba cansado, se había hecho viejo casi sin darse cuenta. Un día, tras una vida frenética y estresante por su trabajo, obligado a estar siempre alerta, su corazón le forzó a detenerse de una manera tan brusca e inesperada que no supo qué hacer después.
Más suspicaz que nunca, examinaba con desconfianza a todo el que se atrevía a establecer un mínimo contacto con él. Afortunadamente, pensaba a menudo, el mundo favorecía ahora a los que, como en su caso, preferían la soledad y el anonimato. Un ordenador y un televisor le bastaban para saber cómo iba el planeta.
Volvió la cabeza hacia arriba y allí estaba, agarrada bien fuerte a la barandilla, la niña en silla de ruedas que le observaba con la mirada brillante de curiosidad. Solo con ella se permitía una media sonrisa y, llevándose un dedo a los labios, le pedía silencio cada vez; sabía que eso siempre provocaba que ella abriera todavía más los ojos de pura emoción. Y no podía negar que le divertía ver la expectación de la chiquilla.
Después de asegurarse de que no había nadie en la escalera, giraba despacio la llave y, sin hacer ruido, cerraba detrás de él la puerta de su piso. Se quedaba un rato escuchando, hasta que se convencía de que todo estaba tranquilo.
– Tengo que dejar de hacer esto. ¿A quién le va a importar ya un viejo espía jubilado?

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