Aunque tiene prohibido salir de casa, Sara se escapa siempre que puede al rellano de su escalera.
Le fascina ese espacio fresco, lleno de historias interesantes que percibe desde su posición, la cabeza encajada entre los barrotes porque no alcanza a mirar por encima de la barandilla. Es un lugar privilegiado, el último piso. En ocasiones, pasan horas hasta que hay algún movimiento, pero no importa; es parte de la emoción, esa espera impaciente hasta que alguien rompe el silencio de la espiral.
Justo debajo, se escucha un revuelo y ve de refilón la preciosa melena rubia de la chica que ríe mientras su novio le pasa un brazo por la cintura. Sueña con ser de mayor igual que ella, y se acaricia la trenza mientras fantasea.
En el bajo, la portera discute con el niño del primero, siempre dando patadas a un balón que ha conocido tiempos mejores. Él le hace rabiar a conciencia y, mirando hacia arriba, guiña el ojo a la niña con complicidad.
A media altura, un hombre sigiloso, echa el cerrojo como no queriendo hacer ruido, y ella se imagina que es un espía como los de las películas en blanco y negro que le gustan a su abuelo.
Se sabe de memoria la vida de los vecinos escandalosos del cuarto, que a menudo se pelean tan fuerte como ríen otras veces, siempre en voz excesivamente alta y, en ocasiones, en un idioma que ella no puede entender.
-¡Sara! – resuena en el descansillo; es su madre, ha vuelto a pillarla fuera.
Aunque sabe que la reprimenda ya no tiene remedio, con mucha habilidad le da la vuelta a su silla de ruedas para entrar rápido de vuelta.
Quizá la siesta le ofrezca otra oportunidad para volar de nuevo a su pequeño mundo al otro lado de la puerta.

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