Elisa mira la ventana como si acabara de descubrirla, aunque siempre ha estado ahí.
De repente, una carita intrépida y curiosa, pega las mejillas contra el cristal. Un niño que escudriña el salón desde la calle y que pone las manos a los lados de su cabeza, para hacer sombra y descubrir mejor el interior, bien iluminado por la luz del sol.
Sus ojos se encuentran con los de Elisa y pega un salto, sorprendido más que asustado. Pero pronto vuelve a su posición; se ha dado cuenta de que la anciana del sillón ríe divertida.
Con la confianza de haber obtenido permiso, se dedica a examinar con atención cada detalle de la sala, donde no cabe ni un cachivache más. Los recuerdos de toda una vida. Le llaman la atención las decenas de figuras de porcelana que invaden los estantes, tan delicadas, como si formaran parte de una fiesta del té en la que la etiqueta exigiera colores pastel y vestidos de otro siglo.
Una vez satisfecha su curiosidad, le dice adiós con la mano a la mujer que ha conocido hace un instante, pero la mirada de ella está ahora en otro lugar y en otro tiempo, muy lejos de allí. Se está encontrando por primera vez con el que será su gran amor. El corazón latiendo rápido como entonces y los nervios a flor de piel.
Elisa mira a través de la ventana.

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