Klaus no recordaba cómo había llegado a su isla; en realidad, pensaba que siempre había vivido allí, en una historia sin principio ni final.
Un pequeño pedrusco en mitad de la nada, rodeado de estrellas lejanas y con el reflejo de un sol remoto como única referencia del paso del tiempo.
A veces, permanecía horas mirando hacia su infinito particular, sin una mínima emoción, solo su presencia allí parecía importarle. Y la espera de algo sin definir que debería tener lugar en algún momento. Un sentimiento en lo más profundo, a veces un anhelo fugaz, casi una misión por cumplir.
Un día, un astro empezó a brillar un poco más que los demás, aunque Klaus tardó en darse cuenta. Poco a poco, se fue acercando hacia él, hasta que ocupó por entero su mundo y por fin completó el viaje.
Y entonces, otro Klaus llamado Anker comenzó su propia existencia en el islote, pero nunca fue consciente de cuándo ocurrió, ni de qué estaría por suceder después.


Deja un comentario