El paisaje pasa veloz, como si tuviera prisa por llegar a alguna parte. Los árboles y la gente se deslizan rápidos, sin pausa, sin detenerse un instante a pensar. Solo el sol permanece y me ancla al momento.
Vuelvo la vista al interior del coche, cargado de pasajeros.
Personas desconocidas, juego a adivinar su interior.
Una palabra, unos ojos o un singular gesto, son delatores del universo particular de cada uno. A veces se me escapa ese misterio, me intriga esa mirada perdida mantenida durante un buen rato… pensamientos fugaces.
Un hombre joven e impetuoso pasa a mi lado con un afán desmedido por colocar su maleta en el hueco elegido, como si se lo fueran a quitar, aunque no hay nadie más que puje por él.
Una niña observa casi con el mismo interés que yo al resto de pasajeros. Intuyo que es su primer viaje en solitario, la emoción y los nervios hacen que esté muy quieta en su asiento, casi como si no quisiera romper la magia de su aventura.
Apoyado en un asiento, un ajado estuche de violín. Su dueño reposa la mano sobre él, mientras añora tiempos mejores
Al fondo, escucho un ladrido bajito, como si el can no quisiera molestar.
La dama elegante, se retoca con coquetería el pintalabios en el espejito que ha sacado del bolso y sonríe con aprobación a la imagen que le devuelve.
Un anciano gira su cara hacia la ventanilla, parece que hace recuento de sus vivencias pasadas. Su rostro va cambiando… a veces una ligera sonrisa, otras los ojos se le humedecen, siempre una vívida chispa en ellos.
El vagón está lleno de vidas que me llegan a retazos, pero con toda claridad.
Mientras continúe en mi asiento del tren, completarán la mía.
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