La melodía aparecía sin previo aviso.
En su cabeza, las notas empezaban a desfilar atropelladamente, casi no le daba tiempo a coger un lápiz para plasmarlas en cualquier papel. Querían escapar, esquivas, quizá para aparecer en otro lugar donde las apresaran más rápido. Y él, cada vez más torpe para hacerlas suyas.
Siempre había sido así, le parecía que la música tenía vida propia y que él solo podía estar a su servicio; una dueña a veces amable, otras tirana… siempre caprichosa. No podía elegir si se presentaba alegre o melancólica, enérgica o suave. En ocasiones, le asaltaba en sueños.
Sin remedio, debía compartirla, había dedicado su vida a ello.
El viejo violín, compañero de viaje, desgranaba con ganas cada compás mientras el público escuchaba atento, en silencio y a menudo emocionado, esa historia que se hacía real con cada movimiento del arco. En ocasiones, las lágrimas recorrían las mejillas del músico, casi descubriendo él también, a la vez, el sentimiento escondido que llenaba el aire alrededor del instrumento.
Y cada noche, feliz, afortunado de haber sido elegido para tal tarea, se dejaba abrazar por su musa agradecida.

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