Lucía había estado esperando ese tren toda su vida.
En las noches de invierno, se imaginaba pegada a la ventanilla empañada de un vagón, los ojos al cielo intentando buscar una estrella que la guiara en su sueño de volar muy lejos de allí.
Nunca se lo había confesado a nadie, guardaba el secreto con tanto celo que, en ocasiones, le costaba recordar los detalles de la última vez que acudió a él. Bajo las mantas, su mundo era cálido, hermoso… si se tapaba los oídos, hasta le parecía escuchar la locomotora que, alegremente, corría veloz hacia su vida de verdad.
A veces, bajaba de día a la estación.
El viejo maquinista le contaba historias de sus viajes cuando todavía era joven. No tenía claro dónde la realidad empezaba a desdibujarse para que la aventura tomara magia…. Ni le importaba. Prefería no saber y dejarse embaucar por la voz arrugada del anciano, iluminarse con esa chispa que le faltaba.
Ahora, una maleta pendía de su brazo.
El corazón desbocado, las piernas flojas, la decisión firme.
Hoy sí, hoy volaría de verdad.
La locomotora impaciente, deseando seguir camino, como una fiera retenida a duras penas en la vía. Esperándola para arrancar. Lucía sabía que era ahora o nunca; si vacilaba, jamás sería capaz de volver a pensar en irse.
Último aviso.
“¡Vamos!” se dijo, “No hay vuelta atrás”… pero sí se giró para un último vistazo. Allí estaba el viejo, los ojos brillantes, la mirada brava.
-Tú sí que debes escapar, tú sí tienes que vivir….
Lucía leyó sus labios y le sonrió, entendiendo cómo, a través de sus cuentos, no había hecho más que liberarla de aquellas raíces atrapadas en un campo yermo y sin esperanza.
Volvió la vista de nuevo al tren que, poco a poco pero enérgico, empezaba ya su marcha llevando consigo a quienes quisieran acompañarle.
Reuniendo todo su valor, incluso el que creía no tener, Lucía dio un primer paso…


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